jueves, 25 de julio de 2024

El eterno enamorado

-   ¿hasta dónde debe llegar la plomada? – le pregunté. 

      -  hasta el fondo - me respondió.  

Era otro aficionado a la pesca como yo. Mientras tanto, yo seguía pescando con mi cordel. Estaba quieto y parado en el muelle frente al mar de Pimentel.  

 

El sol quemaba mis brazos, la cara y los labios. El frío estaba empezando a presentarse con golpes de un aire helado de vez en cuando. Yo seguía esperando a que cayera algo en el anzuelo. El tiempo transcurría y no lograba pescar nada. El tipo de al lado había venido a pescar con su familia. Todos tenían su carrete de pesca. Me llamó mucho la atención su hija. Era muy hermosa. Yo la miraba de reojo y ella también se quedaba mirándome. No intercambiamos palabra alguna. Era muy precavido para esas cosas. Era consciente del amor a primera vista, pero pocas veces me sucedían estas cosas. En realidad, vivía enamorado eternamente. Nunca formalizaba una relación y así me la pasaba por varios años, solo y enamorado de cualquier mujer joven y bonita que se me presentase en el camino.  

 

Mientras tanto, en mi reloj eran las 12:10 del mediodía. La familia se marchó y yo me quedé ahí solo. Me desanimé de la pesca por un momento ante la ausencia de la hija. Solté el cordel por un momento y miré para otro lado. Sentí que había perdido mi oportunidad. Estaba completamente seguro de que nunca más la volvería a ver.  

 

El frío me estaba haciendo añicos. No lo soportaba. Mi cuerpo temblaba a cada paso que daba. tiritaba como un perro flaco. Se habían hecho las 17:30 pm de la tarde. Caminé unos cuantos pasos hacia el carrete que estaba atado al pasamanos del muelle para tomarlo y marcharme. Sabía de antemano que con esa carnada no capturaría nada. No era necesario probar la tensión del cordel. Lo jalé con seguridad y lo envolví en el carrete. Metí todo a la mochila y me marché. Mientras salía me percaté que había muchos aficionados con su caña de pescar. Observé que en sus canastas tenían algunos peces pequeños. Entre aquellos había un anciano que estaba pescando con su cordel de mano. Tenía su canasta con unas cuantas “tapaderas”. Eran pequeñas, pero valían la pena ‘para comerlas bien encebolladas’, como me dijo el viejo.  

      ¿Qué carnada usa? - le pregunté al abuelo.  

           - Marucha - me respondió. 

Si embargo, cuando logró sacar del agua su última “tapadera”, me di cuenta perfectamente que usaba carne de pejerrey. Lo quedé mirando sin decirle nada y conté que ya llevaba capturadas unas cinco.  

Seguí mi camino con naturalidad hasta llegar a la salida. La gente seguía ingresando a visitar el muelle a pesar de la hora y el terrible frío. Me lavé las manos y me las sacudí en el aire para que se secaran. Afuera las vendedoras vendían bizcochos y todo tipo de dulces y panes. Solo llevaba para el pasaje de vuelta así que no me atreví a comprar ninguno. Me dirigí hacia la esquina desde donde se avista el paradero de las combis. Noté que el sol desaparecía en el horizonte y me fijé en el reloj para asegurarme de que hora eran.     

Las 18:05 de la tarde. A mi casa debo de estar llegando por lo menos a las 19:00 de la noche. Debo apresurarme. 

Me subí a una de las combis que estaba a punto de salir y el vehículo arrancó con dirección a Chiclayo. Mientras iba sentado en la parte de atrás noté que también ocupaba uno de los asientos delanteros el tipo que estaba pescando con su familia en el muelle. No nos saludamos ni le dirigí ninguna palabra. Me preguntaba dónde estaría su familia y porqué viajaba solo. Iba conversando por teléfono con otra persona acerca de la pesca que había hecho. Se le notaba satisfecho con lo logrado. A los diez minutos de viaje se bajó de la combi para dirigirse a su casa o algún lugar. El vehículo arrancó y el tipo fue desapareciendo a la distancia. Se quedó grabado en mi mente la imagen de la hija de aquel tipo. Era muy bella, muy dulce e inocente.  

 

En la combi empecé a sufrir mareos y nauseas producto del movimiento y los gases tóxicos del vehículo. Me quería bajar inmediatamente, pero sabía que era algo pasajero y me esperé hasta llegar a mi paradero. Le pagué sus tres soles al cobrador y bajé de un salto del vehículo. Caminaba mareado y con ganas de vomitar. Tomé un poco de aire y retomé el camino. Cuando llegué a casa cené y me eché a dormir hasta el otro día. 

 

Al día siguiente salió el sol muy temprano por la mañana. Me lavé la cara y los dientes y me alisté para caminar un rato. Me fui al mercado de la ciudad a dar una vuelta. Se me ocurrió en el camino que debía regresar al muelle. Tenía el presentimiento de que encontraría a alguna otra chica que me gustara. Caminé por un tiempo de dos horas y media, y no desaproveche la oportunidad para mirar a alguna que otra chica que atrajera mi atención y luego regresé a casa. Estaba ansioso por que sea otra vez domingo. 

 

Cuando llegó el día, alisté mis implementos de pesca y salí rumbo al muelle. Había un sol radiante. En invierno el sol es lo mejor que hay porque te va calentando mientras está haciendo frío. Estaba contento por llegar, pero el recorrido se hacía lento. No lo entendía. Algo pasaba con el chofer de la combi. El cobrador tampoco se animaba a llamar gente. Éramos tres los pasajeros que íbamos a bordo. A diez cuadras más allá nos ordenaron bajar. 


    - Devuélvele sus pasajes – ordenó el chofer al cobrador.  

Nadie dijo nada. Cada uno recibió la devolución de su dinero y esperamos a que pasara la siguiente combi. El vehículo regresó de donde había salido y todos nos preguntamos si era muy temprano para salir a la playa a esas horas.  

 

Cuando al fin llegamos a Pimentel se respiraba el olor característico de las olas, la brisa y la arena del mar. No había casi nada de gente. Era un desierto Pimentel. Me dirigí al muelle y pagué mis dos soles de entrada para ingresar. Eran las 8:05 am de la mañana. Caminaba muy tranquilo. El mar no estaba muy embravecido. Me asomé al pasamanos y divisé el horizonte por algunos minutos. Luego saqué mi carrete y ensarté la carnada al anzuelo; lancé el cordel y aguardé. Había traído caballa salada y conchita como carnada. Las personas iban ingresando al muelle con el transcurrir de las horas. Había unas señoras muy guapas y elegantes. Las veía a todas en general y no me perdía de ver a ninguna. Buscaba entre ellas a las más jóvenes y bonitas. Si se acercaban al pasamanos era para tomarse unas fotos frente al mar y después se marchaban para seguir su camino. Iban y venían. Parecía invisible para todas ellas. No las conocía, ni ellas a mí, claro. Así me la pasé hasta la tarde, con el sol que me quemaba la cabeza, la cara y los labios. Cuando dieron las 18:00 pm de la tarde agarré mis cosas y me marché rápido sin mirar atrás.   

 

Al siguiente domingo aparecí otra vez por el muelle. Repetí el mismo procedimiento; saqué el carrete y lancé el cordel. Ensarté esta vez en el anzuelo un buen pedazo de carne de caballa salada. Estaba seguro que esta vez atraparía algo serio. Amarré el cordel al pasamanos y esperé. Transcurrieron las horas y las personas iban ingresando al muelle. Me atreví a enviar un saludo moviendo un poco la mano derecha a cada chica que me gustaba. Pero todas ellas me ignoraban y se hacían como si no hubieran visto nada. La verdad es que no soy tan feo ni tan viejo. Con cuarenta años debería atraerlas a todas. Lo que pasaba seguramente es que no era el momento ni el sitio ideal para andar con cursilerías de conquistador frustrado. Ninguna mujer joven y bonita se fijaría en un pescador mal vestido, y peor aún si estaba su canasta vacía.  

 

A eso de las 11:05 apareció una señora con un bebé en brazos. Era muy joven, de piel blanca y de rostro bello. Tenía los labios muy rosados y el busto abultado. Me vio preparar la carnada con un cuchillo pequeño.  


   - ¿De verdad va a pescar, señor? - me preguntó.  

   - Si. – le respondí.  

Caminó unos pasos como intentando acercarse y luego retrocedió. Empezó a dar vueltas en su mismo sitio cargando al niño entre brazos, como jugando con él, y miraba al fondo del muelle de vez en cuando como esperando a que apareciera alguien. Después de algunos minutos se detuvo y bajó al niño. Se fue caminando junto a él y ya no la volví a ver.  

 

A eso de las 15:08 de la tarde capturé un pejerrey. Estaba contento. Jamás pensé en atrapar un pez porque era muy torpe para ello. Y ahora que por fin lo tenía, quería celebrarlo con alguien, deseaba mostrar mi captura y gritar al mundo que al fin todo el esfuerzo y los intentos realizados había dado sus frutos. No quería guardarlo todavía. Quería tenerlo en mis manos. El pez hacía muchos esfuerzos para intentar soltarse y regresar al mar. Una señora que pasaba de regresar del fondo del muelle se sorprendió de mi captura y me lo pidió prestado para tomarse una foto. La acompañaba una señorita muy hermosa. La quedé mirando todo el rato que estuvo tomando las fotos. Al instante, ya estaba perdidamente enamorado de ella. Se acomodó el cabello que le cubrió el rostro producto del viento. La señora no dejaba de tomarse fotos muy sonriente. Yo tenía sujeto el cordel del otro extremo y el pez no dejaba de moverse en las manos de la señora. Pensé por un instante que se escaparía. Una vez que terminaron me lo devolvió y lo volví a sujetar cuidadosamente. No quería que se fueran. Quería decirle a la señorita que atraparía uno más grande para ella, pero se marcharon. Algo me impedía hablarles de frente. Era tímido y todo, pero no estaba seguro si era soltera. No quería meterme en problemas así que regresé a mis asuntos. Me quedé ahí solo con el pejerrey. No tenía ganas de guardarlo en la bolsa porque dudé en si debía soltarlo al agua o llevarlo a casa. Era un pez muy pequeño para ser comido. Pero también quería que en casa vieran que al menos había hecho algo en todo el día.  

 

Regresé a casa y puse al pejerrey en salmuera para utilizarlo como carnada en mi próxima salida. Pasaron dos semanas y no había programado una fecha para regresar al muelle. A la tercera semana me animé a volver otra vez. Estaba un poco perdido y desorientado cuando llegué. Mi padre una vez me dijo que algunas veces cometemos cualquier babosada o estupidez sin darnos cuenta cuando no salimos mucho a la calle y tenemos contacto con personas. Y eso fue lo que me ocurrió. Cuando lancé el cordel no tuve la paciencia y la precaución debida para revisarlo si estaba en buenas condiciones para usarlo y este no salió completamente del carrete mas que algunos cuantos metros y el nylon quedó atrapado en los fierros oxidados que estaban debajo de los tablones. Intenté jalarlo para recuperarlo, pero no pude. Salí por afuera del pasamanos de madera para bajar unos metros, pero noté que con el anzuelo incrustado en aquellos fierros sería imposible desenredarlo. Regresé a mi sitio y no me quedó de otra que cortar el cordel.  Saqué el de repuesto y volví a la pesca. Esperaba que con la carne salada de pejerrey tendría otros resultados. A las 12:00 pm del mediodía me tomé toda el agua que quedaba en la botella. Quería regresar a casa porque ya no tenía nada que hacer en ese lugar. La pesca no se me daba. Pasaron las horas hasta que dieron las 17:30 de la tarde y me marché. Por momentos me preguntaba si debí atreverme a bajar unos metros más para recuperar ese cordel. Seguramente me hubiera caído al agua. No lo sabía exactamente, pero era lo más probable.  

 

Pasaron muchos meses después de mi última salida al muelle. No había conocido a nadie durante todo ese tiempo. Salía por ahí a pasear un rato, pero no había llegado a tener ninguna relación formal o amical con nadie. Solamente me quedaba a mirar a las chicas pasar por las principales calles de Chiclayo. A veces hasta volteaba la cabeza cuando quedaba encantado de alguna de ellas por su belleza. Siempre repetía el mismo recorrido de siempre. Creía firmemente en volver a encontrar a la misma chica que había visto unos días antes.  Miraba de un lado a otro para ubicarla, pero no aparecía. Entonces me conformaba mirando a las demás. Daba círculos a todo el centro de Chiclayo hasta completar unas dos horas de recorrido, luego llegaba a casa cansado y sudoroso. Tomaba un baño y luego almorzaba con mi familia. Durante ocho meses me acostumbré a esa vida. Salía un rato a la calle y luego regresaba a casa. Estaba tranquilo conmigo mismo. Había paz y amor en mi hogar. 

 

Un jueves cualquiera del mes de enero salí por la tarde a pasear un rato.  Había cambiado mi horario habitual porque deseaba salir de la rutina. Mientras hacia mi recorrido acostumbrado se hizo de noche. El ruido en la ciudad era más estridente a esas horas. Había más movimiento en las calles. Las tiendas comerciales y los negocios brillaban con sus luces encendidas. Me entró la curiosidad de saber cómo sería el muelle de Pimentel de noche así que al día siguiente a eso de las 18:30 pm partí hacia allá. Tenía iluminado todo el camino con muchos postes de luz. Mucha gente paseaba en familia o con amigos. Otros salían a pasear con sus perros. No me atreví a ingresar al muelle por el terrible frío que había dentro. Me senté en una de sus bancas y empecé a mirar para todos lados. Había unas chicas muy bonitas a las que uno deseaba hablarles y conquistarlas. Me levanté y empecé a caminar de esquina a esquina para intentar siquiera llamar la atención de alguna de ellas. Estuve así por el lapso de dos horas. Al menor contacto visual asentía con la cabeza para saludarla y si había una respuesta igual movía la mano para asegurar un acercamiento y después una conversación. A las 10:30 pm de la noche las personas iban desapareciendo poco a poco. A las 10:54 pm ya no había ninguna. Un señor apareció desde la otra esquina y me levantó la mano para avisarme que la última combi ya salía para Chiclayo.  


-      Ya nos vamos. ¿Te vas? - me preguntó el cobrador.  

-      Si. Espérame, ahorita voy. – le respondí.  


Cuando estuve dentro del vehículo le pregunté: 


-     ¿A qué hora sale la última combi? 

-     A las once. – me respondió.


Había llegado a las justas. Unas chicas desconocidas que estaban en los asientos delanteros y que me pareció haberlas visto pasear por el malecón, empezaron a reírse. El cobrador las acompañó con la risa. Luego el chofer también empezó a carcajearse. Me avergoncé porque me pareció que se reían de mí. A los pocos minutos empecé otra vez a marearme por culpa de los gases tóxicos y el movimiento del vehículo. Saqué la cabeza por la ventana para tomar un poco de aire y sentir las ráfagas de viento que te golpean como una cachetada cuando el vehículo transita a toda velocidad. Cuando noté que iba acercándome al paradero le ordené al cobrador que se detuviera en la esquina. Al intentar bajar de la combi me tropecé con algo y caí al suelo. Las chicas, el cobrador y el chofer empezaron a carcajearse al mismo tiempo con todas sus fuerzas. Me levanté de un salto como si no hubiera pasado nada. Me sacudí las ropas, tosí a causa de una carraspera y marché a casa.  




 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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