El aire frío de
la brisa del mar penetraba por todo mi cuerpo. Caminaba acurrucado. Llevaba los
brazos pegados al cuerpo y las manos dentro de los bolsillos de los pantalones.
No conocía a nadie en aquel lugar (Amo los lugares vírgenes. Siento que vuelvo
a nacer, que estoy en otro mundo. Y me siento feliz así. Creo que me he
acostumbrado sin darme cuenta a intentar olvidar el pasado, a dejar todo lo
malo atrás, no ocultarlo porque siempre está ahí, y tratar siempre de
reconstruirme. Volvería a nacer millones de veces para conocer nuevas personas
porque me aburre la cotidianidad de siempre e intentar ser feliz con las mismas
personas).
Caminaba con
cuidado cuando fui por primera vez al muelle (eso fue hace muchos años), por
miedo de meter los pies dentro de aquellas tablas divididas por aberturas que
daban al mar. Pero ahora era diferente. Caminaba con más soltura, sin temores,
ni preocupaciones ni nada.
Estaba solo.
Vestía una casaca color azul oscuro y un pantalón azul vaquero. Siempre llevaba
la gorra del mismo color que el resto de mi ropa (la gente conocida siempre me
decía que vestía como viejo). Era temprano por la mañana y había pocas personas
en aquel lugar. Se sentía mucha tranquilidad en el ambiente. Solo se escuchaba
el sonido de las olas del mar y la presencia de la brisa fresca que helaba
todo.
Caminé hasta el
final del muelle y luego regresé hasta casi la mitad del mismo. Un pescador
asomó por ahí y empezó a tantear su trampa para cangrejos. Había puesto muchas
de ellas a lo largo de todo el tramo. No se interesó en mi presencia (no
intercambiamos ni una palabra). Lentamente en el transcurso de la mañana,
fueron apareciendo más visitantes al balneario; Uno que otro cada quince minutos,
pero no tantos. No me atrevía aun a hacer a lo que vine. A pesar de la poca
presencia de personas, dos o tres por ahí, presentía miradas acosadoras que
aguardaban para observar a cualquier cosa que hiciera. Me esperé un rato. Seguí
caminando por el muelle. Lo olisqueaba como un perro. Buscaba el mejor lugar
para posicionarme. Bajaba y subía hasta que encontré un sitio cómodo para
pescar.
En casa había
preparado dos cordeles con sus respectivos anzuelos. Los había armado yo mismo
sin la ayuda de nadie. Y ahora estaba aquí en el muelle para ponerlos a prueba.
Pensaba en llevar a casa un pescado grande. En realidad, estaba esperando
pescar por lo menos tres de esos peces grandes. Entre ellos estaba la “chula”,
la “chita” y el “tramboyo”. Lancé el primer cordel a corta distancia y amarré
el otro extremo al madero del pasamanos. Repetí el mismo procedimiento con el
segundo cordel. A los diez minutos (lo controlé con mi reloj) jalé el primer
cordel y no encontré ninguna carnada. Al comienzo creí que el pez se lo había
llevado, pero luego me di cuenta que el culpable había sido un cangrejo
“carretero”. Debía de haber muchos de ellos en esta playa. En realidad, creo
que abundaban. Mientras tanto, el otro cordel estaba entero. Ninguna presa
había caído.
Aparecieron dos
pescadores de la zona con su canasta y sus respectivos cordeles. Eran una
pareja de amigos. Parecían tener experiencia en la pesca. Al lanzar su cordel,
uno de ellos, no pasaron muchos minutos para que apareciera un pez colgado del
anzuelo. A pesar de haber sido un pez pequeño, yo los miraba con envidia. No
podía ser posible que ellos pescaran y yo no. No era suerte. Debía ser la
carnada perfecta y la manera de lanzar el cordel. Me preguntaba también si su
cordel estaba muy bien armado con el número de nylon correcto.
Intenté pescar
hasta la tarde. Al mediodía aquellos dos hombres se marcharon. Los vi retirarse
porque a la misma hora, yo regresaba de echarle algo de comida al estómago.
Llevaban seguramente su canasta llena de pescado. Era lo más probable. No lo
sabía exactamente, pero de lo que si estaba seguro es que llevaban peces
pequeños. En Pimentel solo había peces chicos. Los grandes estaban más lejos, a
cuatro o cinco kilómetros de distancia. Y allá solo se podía pescar con barco o
con caballito de totora.
Cuando dieran
las cinco y media de la tarde decidí que iba a retirarme a casa. Probé otra
lanzada más con el cordel, pero regresaba vacía, sin carnada. Estos
“carreteros” con sus patitas como pinzas, eran especialistas en separar la
carne de pescado del anzuelo sin entramparse. Desde que había llegado al
muelle, calculé que tenía dieciocho lanzadas con el carrete.
De vez en cuando
miraba a las personas que pasaban y se adentraban al muelle. Entre ellas había
mujeres bonitas y muy jóvenes. Eran de piel muy blanca y vestían muy bien.
Había muchas de ellas para elegir e invitarla a salir y pasarla muy bien.
El frío empezaba
otra vez a ahuyentarme. Cada paso que daba lo hacía temblando. Como decidí en
que me marcharía hasta las cinco y media, seguí esperando y aguantaba el frío
como tonto o como un macho. El sol empezaba a ocultarse en el oeste. Me senté
en una de aquellas bancas y esperé. Ahí sentado me acurruqué y abracé mi cuerpo
para darme calor. Seguía mirando a la gente que entraba y salía del muelle. No
notaba que sintieran frío tal como yo lo tenía, debían de tener otros ánimos.
Seguramente estaban emocionados por recorrer todo el puerto, conocerlo,
atravesarlo y llegar lo más lejos posible, que se habían olvidado del clima
frio en aquel lugar. Cuando dieron las horas en que prometí marcharme, me
levanté apresurado con unas ganas enormes y fui por mis dos cordeles que
estaban amarrados al madero del pasamanos. Cuando empecé a jalar el primero,
este se entrampó en el fondo del mar. Pareciera que desde allí una especie de
monstruo marino lo estuviera jalando con sus poderosas fauces. No podía
envolver mi carrete. Lo intenté de nuevo con todas mis fuerzas y llegué a
pensar que ya no podría recuperarlo, así que tendría que cortarlo con mi
cuchillo para así al menos no perder todo el cordel. Probé otra manera: Jalaba
y soltaba. Lo hacía muy suave, con unas manos de maestro. No podía perderlo. De
a pocos iba cediendo. Cada vez iba recuperando centímetros de cordel. Si
pensaba positivamente diría que se trataba de un “bonito” o un pez espada. Me
estaba emocionando. Llegué a un punto en que lo tenía a cincuenta centímetros
de la superficie del agua y ahí me detuve para descansar y tomar un poco de
aire. Las personas que estaban muy cerca iban formándose en parejas para ir a observar
el espectáculo. Estaba a punto de descubrir lo que iba a subir con mi cordel.
Miraba caras de entusiasmo, de duda, y una que otra cara de asombro. Mientras
tanto, seguía sujetando con fuerza el cordel y al mismo tiempo iba relajándome
un poco para recuperar energía. Me había esforzado en retenerlo por lo menos
unos siete minutos sin detenerme. El misterio se hacía cada vez más oscuro.
¿Que era aquello?, ¿De qué animal se trataba? Cuando había recuperado todas mis
fuerzas empecé de nuevo a jalar y entonces asomó desde debajo del agua una
parte blanca. Seguí jalando hasta que apareció un bloque de concreto. Lo jalé
hasta tenerlo a seis metros de distancia y lo retuve por un momento. Pero no
pude sostenerlo más. Era muy pesado. Aquel bloque debía de tener unos cincuenta
kilos de peso. No me quedó de otra que cortar el cordel con mi cuchillo y el
bloque regresó al mar. Todos los ahí presentes regresaron a sus sitios
decepcionados. Mientras tanto, el otro cordel estaba ahí, amarrado al
pasamanos, aunque sin ninguna captura, pero al menos lo saqué intacto.
Metí todos los
artículos de pesca en la bolsa y luego lo acomodé en la mochila. Ahora llevaba
menos peso que antes. Caminaba más ligero. Se habían hecho las seis de la tarde
sin darme cuenta y salí del muelle. El frío se iba sintiendo menos a medida que
me alejaba. Quería comer algo, pero no pude. No tenía el dinero suficiente como
para comprar un bizcocho o al menos un pan. Pero eso a mí no me importaba. Solo
tenía en mente que llegando a casa comería lo que quisiera de la olla. Caminé
tres cuadras hasta llegar al paradero de las combis. Me subí al vehículo y
esperé sentado unos siete u ocho minutos hasta que por fin la movilidad
arrancó.
En casa comí de
todo. Habían preparado pollo criollo con arroz y ensalada. Uhmmmm… Me sirvieron
un plato grande y me lo vacié todo. Luego empecé a contarle a todos en casa
acerca de mi experiencia en el muelle.
-Al menos te
divertiste – dijo mi padre.
-Bueno, sí. Pero
ya no pienso regresar. Hace mucho frío y aparte no sé pescar.
-Lo que pasa es
que no hay pescado en Pimentel. Los que pescan con barcos lo han depredado
todo.
-Si, eso también
es cierto.
No regresé al
muelle en siete meses. Me quedé en casa. Olvidé todo por un tiempo. Aparte no
tenía dinero para regresar. Me buscaría un trabajo decente, reuniría un dinero
y después regresaría a la pesca. Por ahora volver era imposible. Había perdido
las ganas. No quería saber nada de pesca por ahora. Si tan solo hubiera
atrapado un pececillo o algo, hubiera tenido una esperanza de que al volver al
día siguiente atraparía algo de más importancia. Pero ya lo había decidido, no
regresaría en el corto plazo.
A la semana
siguiente decidí salir a caminar un rato a la calle. El primer día caminé de
golpe diez kilómetros y cuando regresé a casa estaba muy agotado. Me quemaba la
cabeza por el sol, terminé escaldado y me dolían las rodillas. Descansé una
semana y luego otra vez empecé a caminar. Siempre la misma ruta. Tres días
después ya estaba otra vez en la calle, hasta que me acostumbré a caminar con
ese intervalo de tiempo para descansar.
Entre caminata y
caminata que hacía por la calle en que deambulaba como un loco, habían pasado
siete meses. Siete meses en los que no había podido conseguir un trabajo digno.
Había bajado unos diez kilos y las ropas me colgaban de lo enjuto que estaba. Pensé
por un momento: ‘¿Por qué no voy a pescar a Pimentel yendo a pie ida y
vuelta?’. La idea no era mala. Primero porque me ahorraba los pasajes y segundo
porque hacía ejercicio que era beneficioso para la salud. Ahora que ya sabía
caminar tramos largos perfectamente sin maltratarme, podía ir a cualquier lugar
que yo quisiese y era muy divertido para mí.
Un día lunes
temprano por la mañana preparé mis artículos de pesca y salí al muelle. Le dije
a mi madre: ‘no prepares pollo, hoy comeremos pescado frito, sudado o cebiche’.
Había salido un sol muy radiante y eso era perfecto para mí. Caminé sin
descanso durante dos horas y media. Cuando al fin llegué al puerto de Pimentel
eran las 11:30 horas de la mañana. Había muchas personas paseando por el
balneario. Lo primero que hice fue tomar un poco de agua de mi botella. Después
comí dos panes. La caminata me había dado mucha sed y abierto el apetito.
Caminaba muy seguro y relajado. Respiraba el aire limpio y puro del mar y
disfrutaba de la tranquilidad del ambiente. Saqué mis artículos de pesca y
preparé la carnada. Lancé el cordel como siempre lo hacía (muy a mi estilo), a
poca distancia, a unos tres o cuatro metros más o menos. Esperé unos cinco
minutos. Ahora ya no controlaba el tiempo con el reloj, solo esperaba un lapso
prudente. De pronto sentí un pequeño jalón en mis manos. Empecé a jalar el
carrete hasta que a apareció enganchado un cangrejo “carretero”. Pero a siete
metros de distancia hasta mis pies, se desenganchó solo y cayó al mar. El resto
del día me lo pasé atrapando de manera repetitiva el mismo animal.
Cuando regresé a
casa eran las seis de la tarde. Estaba callado y no mencioné ninguna palabra.
Nadie preguntó si había pescado algo. Si en algún momento alguien de mi familia
se emocionó con comer pescado fresco, en aquellos días en que salía a pescar continuamente,
hoy se difuminó ese sentimiento.
Comí y me fui a
dormir. Estaba decepcionado conmigo mismo. Ya no iría más al muelle de
Pimentel. Se lo hice saber a mi madre y el asunto quedó ahí. Dónde estaría el
secreto del buen pescador, me preguntaba. Yo quería quedar bien con mi familia.
Después de un tiempo tal vez lo volvería a intentar, no lo sabía. Seguramente
en mucho tiempo. Por el momento solo me dedicaría a caminar y así hasta
conseguir un empleo. Lo que si me había decidido es que los domingos haría
caminatas de ida y vuelta hasta Pimentel, pero sin intentar pescar nada.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario