Siempre que me despertaba por las mañanas, lo hacía
ansioso, muy asustado y más tarde ya estaba otra vez de mal humor. A mis
cuarenta años lo que más me preocupaba era mi futuro. Ya me estaba haciendo
viejo. Poco a poco, pensaba, aparecerían las dolencias. Pero lo de las punzadas
al corazón era por culpa de la ansiedad. Y luego un pánico terrorífico que me venía
en la mente y el corazón. Estaba pensando en escribir un libro (un bestseller)
de cuatrocientas páginas como mínimo para venderlos todos y no pueda ser
pirateado (una tarea titánica, por supuesto). Quería hacer algo en lo que
trascienda, buscar fama internacional. Tal vez de esa manera le sacaría
provecho y así poder conseguir algo de dinero para mi jubilación. Fue entonces
que se me ocurrió la idea de escribir poesía como Vallejo.
Me preguntaba si sería fácil escribir poesía tal como
lo hacen los grandes maestros de la literatura. Pero escribir poesía de verdad,
poesía que trascienda en la mente, en el alma y en los corazones de las
personas. No, no sería nada fácil. Escuché decir que escribir un cuento es como
escribir un poema. Pero si no tenía ni idea acerca de como escribir un cuento
literario, imagínense un poema. Era una cosa de locos. A veces me ponía a
pensar que lo de escribir poemas le pertenece solo a los “dioses”. Pero me
refiero a los “dioses” de carne y hueso como Vallejo, Borges, Neruda (aunque no
leí nada de poesía de estos dos últimos). De adolescente había escrito algunos
poemas. Me parece que relacionado al amor, no lo recuerdo. Aunque la mayoría de
nosotros pensamos que escribir poesía está relacionado al amor. Pero después rebuscándomelas
me enteré que la poesía es universal. Recordé algunas palabras que terminaban
en “mente” cuando escribía. Exageraba en ellas. Ahora que me pongo a pensar acerca
de aquella experiencia, me arrepiento de haber intentado escribir poesía sin una
guía y ningún rumbo definido. Había estado leyendo algunos libros de poesía de
autores de la época medieval y se me había pegado lo de “mente”. Entonces, cómo
se escribe un poema, me preguntaba. Seguramente lo escribo en columnas en medio
de una hoja de papel, no, no lo creo. Lo que yo necesitaba era saber cómo
escribir poesía y luego saber cómo lo que estoy escribiendo estaba mal o estaba
bien. Empecé con lo siguiente:
En el camino de la vida
está el dolor y el sufrimiento.
A veces también hay felicidad
En la vida estamos obligados a eso.
No hay otro camino
Más que la muerte.
No podemos escapar
De nuestro destino.
Si queremos sobrevivir
En este mundo,
Solo nos queda vivir.
Hasta aquí sentía haber escrito el principio de un
poema redondo. Al menos a nivel de mi propio entendimiento. Continué:
En esta vida
He perdido amigos y familiares.
Amigos que deje en el camino
Y que ahora
Debo olvidar ya.
Definitivamente necesitaba leer a vallejo. Como buen
peruano necesitaba leerlo. Era lectura obligada. Comencé con los heraldos
negros. Lo leía en voz alta. Le ponía sentimiento. Me salían las venas del
cuello cuando lo recitaba. Una noche me encerré en mi dormitorio. Cogí la lámpara, mas no pensé en prender el fluorescente del techo ya que iluminaba toda la habitación. Necesitaba concentración y la inspiración del maestro.
Tenía que verlo. Debía dibujar su rostro en la pared, pero se me ocurrió una
idea mejor. Encendí la lámpara y la cubrí con una toalla reduciendo su luz a una
delgada franja para que su tenue iluminación apareciera en la pared casi como
una sombra, y aquella sombra con el transcurrir del tiempo se fuera asemejando poco
a poco al rostro del poeta Cesar Vallejo.
Mientras tanto, yo, al mismo tiempo, recitaba los heraldos negros con
exageración. Lo hacía con amor, le ponía sentimiento y pasión. Llegué al punto
de soltar una lágrima. Cuando me detuve me pareció ver en la pared de mi habitación
una imagen que se había estado formando lentamente. No estaba seguro si era la
imagen del rostro del poeta. Sacudí la cabeza y volví a mirar, pero no había
nada. Se había difuminado por completo. Solo había una simple sombra y nada
más. No quería alucinar, no quería volverme loco. Y si lo estaba, quería poseer
todavía la poca cordura y sensatez que me quedaba. Al día siguiente lo intenté
con el poema “masa”. Repetí la misma operación. La luz de la lámpara solo era una
sombra en la pared. En algún momento imagine a vallejo sentado con el puño
sobre el mentón (tal como aparece en una de aquellas fotos antiguas). Ahí
estaba otra vez alucinando al poeta. Pensaba que era la única manera de que el
maestro me inspirara a escribir. Que de esa manera sacaría lo mejor de mi. No
había otra forma. En cada línea de “masa” lo recitaba para atraerlo. Sentía que
su presencia me observaba. Quería al menos que se sintiera contento al ver como
declamaba “masa”. Había pasado una hora, ya que tenia controlado el tiempo. Entonces
apagué la lámpara, sabiendo que debía de parar ya. Y me di cuenta que no estaba
completamente loco. Sabía lo que hacía. Era responsable de mis acciones. En
algún momento me dije a mi mismo que debía de dejarlo y empezara a madurar ya. Tomé
una hoja de papel y empecé a escribir:
No estoy solo,
Me tengo a mi mismo.
Debo luchar con eso,
No es fácil.
Lo único que sé ahora
Es que ya estoy en el camino.
Hasta aquí no me había gustado lo que había escrito.
Solo estaba filosofando. Pero luego me pareció que estaba encontrando el
camino. Así que volví a los poemas de vallejo. Leí los “dados eternos”. Lo leí
en voz alta intentando encontrar inspiración. Miraba otra vez hacia la pared
intentando ver su sombra dibujada en su rostro. Me tiré al piso y concentré la
mirada en el techo. No, no veía su imagen. Mientras tanto seguía leyendo en voz
alta. Vallejo en aquel poema le hablaba a dios. Se quejaba con él. En plena
declamación, en algún momento sin darme cuenta, solté el libro de mis manos y
me quedé dormido. Cuando desperté intenté escribir algo, pero solo lograba
repetir las frases del poeta. Cambiaba las palabras por otras, pero sonaba
igual cuando lo recitaba. No, definitivamente, eso no era poesía. Dejé de
escribir. Bajé las escaleras y salí a la calle. Tal vez así despejaría mi mente
para volver a intentar escribir. Afuera el sol brillaba muy fuerte, quemaba. Era
el clima perfecto para mí. Cogí la gorra y me fui.
Cuando regresé me pareció que alguien había entrado en
mi habitación. La silla estaba a un lado y la cama sin tender. Sobre la mesa de
mi escritorio encontré una nota que decía: “Eres el mejor declamador de poesía
que he escuchado”. La letra era conocida, tenía trazos largos y estaba escrita
en cursiva, pero en aquel momento no tenia interés en recordarlo. En mi mente
solo hacían eco los versos de Vallejo. Mientras estuve caminando repetía cada
frase de sus poemas, al menos el último que había leído. Lo repetía
constantemente. “Ya cállate”, me decía a mí mismo y luego intentaba pensar en
otra cosa. Miraba hacia diferentes lados, observaba a la gente pasar, los
autos, los negocios, las tiendas; y de esa manera, dejaba de repetirla. ¿Pero qué
debía hacer? ¿Acaso no me había dado cuenta que lo de declamar poesía era lo mío?
Le ponía sentimiento y todo, pero nunca sentí o me creí que declamaba bien. Me
animé y volví a coger el libro con aquellos versos de Vallejo. Recité en voz
alta. Iba despacio tratando de deletrear cada palabra. Mi voz tenía que ser
clara y profunda a la vez. En mi mente solo estaba la idea de cómo convencer al
público. Tenía que enamorarlos. Era la única manera en que aquellos versos
llegaran al corazón y al alma de las personas. Movía mis manos, levantaba los
brazos, gesticulaba exageradamente, me arrodillaba por momentos y luego me
levantaba para dar unos pasos largos y decididos. Sabía que lo estaba haciendo
bien. Lo sabía muy bien. La experiencia de los años me lo decía. En un
auditorio de cientos de personas quedarían fascinados. Nadie había interpretado
así los poemas de Vallejo, se dirían. Estaba satisfecho con mi interpretación.
En la noche antes de acostarme decidí dejar la lámpara
encendida hasta el día siguiente. Así, con aquella ligera franja de luz
cubierta por la toalla. Ya no quería imaginar la imagen de Vallejo en la pared.
Ni tampoco intentar dibujarla en la sombra. Solo quería recordar el rostro del
gran poeta con aquella mano apoyada en el mentón. Porque yo sé que el espíritu
de Vallejo me había escuchado como recitaba sus versos. Yo sabía que había
tocado su corazón. Lo había hecho tan bien que me atreví a felicitarme a mí
mismo dejando una nota escrita sobre mi escritorio antes de salir a la calle.
¿Quién más por el amor de dios lo habría hecho? A partir de ahora me dedicaría
a declamar por amor al arte los poemas del poeta Cesar Vallejo.
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