jueves, 25 de julio de 2024

El eterno enamorado

-   ¿hasta dónde debe llegar la plomada? – le pregunté. 

      -  hasta el fondo - me respondió.  

Era otro aficionado a la pesca como yo. Mientras tanto, yo seguía pescando con mi cordel. Estaba quieto y parado en el muelle frente al mar de Pimentel.  

 

El sol quemaba mis brazos, la cara y los labios. El frío estaba empezando a presentarse con golpes de un aire helado de vez en cuando. Yo seguía esperando a que cayera algo en el anzuelo. El tiempo transcurría y no lograba pescar nada. El tipo de al lado había venido a pescar con su familia. Todos tenían su carrete de pesca. Me llamó mucho la atención su hija. Era muy hermosa. Yo la miraba de reojo y ella también se quedaba mirándome. No intercambiamos palabra alguna. Era muy precavido para esas cosas. Era consciente del amor a primera vista, pero pocas veces me sucedían estas cosas. En realidad, vivía enamorado eternamente. Nunca formalizaba una relación y así me la pasaba por varios años, solo y enamorado de cualquier mujer joven y bonita que se me presentase en el camino.  

 

Mientras tanto, en mi reloj eran las 12:10 del mediodía. La familia se marchó y yo me quedé ahí solo. Me desanimé de la pesca por un momento ante la ausencia de la hija. Solté el cordel por un momento y miré para otro lado. Sentí que había perdido mi oportunidad. Estaba completamente seguro de que nunca más la volvería a ver.  

 

El frío me estaba haciendo añicos. No lo soportaba. Mi cuerpo temblaba a cada paso que daba. tiritaba como un perro flaco. Se habían hecho las 17:30 pm de la tarde. Caminé unos cuantos pasos hacia el carrete que estaba atado al pasamanos del muelle para tomarlo y marcharme. Sabía de antemano que con esa carnada no capturaría nada. No era necesario probar la tensión del cordel. Lo jalé con seguridad y lo envolví en el carrete. Metí todo a la mochila y me marché. Mientras salía me percaté que había muchos aficionados con su caña de pescar. Observé que en sus canastas tenían algunos peces pequeños. Entre aquellos había un anciano que estaba pescando con su cordel de mano. Tenía su canasta con unas cuantas “tapaderas”. Eran pequeñas, pero valían la pena ‘para comerlas bien encebolladas’, como me dijo el viejo.  

      ¿Qué carnada usa? - le pregunté al abuelo.  

           - Marucha - me respondió. 

Si embargo, cuando logró sacar del agua su última “tapadera”, me di cuenta perfectamente que usaba carne de pejerrey. Lo quedé mirando sin decirle nada y conté que ya llevaba capturadas unas cinco.  

Seguí mi camino con naturalidad hasta llegar a la salida. La gente seguía ingresando a visitar el muelle a pesar de la hora y el terrible frío. Me lavé las manos y me las sacudí en el aire para que se secaran. Afuera las vendedoras vendían bizcochos y todo tipo de dulces y panes. Solo llevaba para el pasaje de vuelta así que no me atreví a comprar ninguno. Me dirigí hacia la esquina desde donde se avista el paradero de las combis. Noté que el sol desaparecía en el horizonte y me fijé en el reloj para asegurarme de que hora eran.     

Las 18:05 de la tarde. A mi casa debo de estar llegando por lo menos a las 19:00 de la noche. Debo apresurarme. 

Me subí a una de las combis que estaba a punto de salir y el vehículo arrancó con dirección a Chiclayo. Mientras iba sentado en la parte de atrás noté que también ocupaba uno de los asientos delanteros el tipo que estaba pescando con su familia en el muelle. No nos saludamos ni le dirigí ninguna palabra. Me preguntaba dónde estaría su familia y porqué viajaba solo. Iba conversando por teléfono con otra persona acerca de la pesca que había hecho. Se le notaba satisfecho con lo logrado. A los diez minutos de viaje se bajó de la combi para dirigirse a su casa o algún lugar. El vehículo arrancó y el tipo fue desapareciendo a la distancia. Se quedó grabado en mi mente la imagen de la hija de aquel tipo. Era muy bella, muy dulce e inocente.  

 

En la combi empecé a sufrir mareos y nauseas producto del movimiento y los gases tóxicos del vehículo. Me quería bajar inmediatamente, pero sabía que era algo pasajero y me esperé hasta llegar a mi paradero. Le pagué sus tres soles al cobrador y bajé de un salto del vehículo. Caminaba mareado y con ganas de vomitar. Tomé un poco de aire y retomé el camino. Cuando llegué a casa cené y me eché a dormir hasta el otro día. 

 

Al día siguiente salió el sol muy temprano por la mañana. Me lavé la cara y los dientes y me alisté para caminar un rato. Me fui al mercado de la ciudad a dar una vuelta. Se me ocurrió en el camino que debía regresar al muelle. Tenía el presentimiento de que encontraría a alguna otra chica que me gustara. Caminé por un tiempo de dos horas y media, y no desaproveche la oportunidad para mirar a alguna que otra chica que atrajera mi atención y luego regresé a casa. Estaba ansioso por que sea otra vez domingo. 

 

Cuando llegó el día, alisté mis implementos de pesca y salí rumbo al muelle. Había un sol radiante. En invierno el sol es lo mejor que hay porque te va calentando mientras está haciendo frío. Estaba contento por llegar, pero el recorrido se hacía lento. No lo entendía. Algo pasaba con el chofer de la combi. El cobrador tampoco se animaba a llamar gente. Éramos tres los pasajeros que íbamos a bordo. A diez cuadras más allá nos ordenaron bajar. 


    - Devuélvele sus pasajes – ordenó el chofer al cobrador.  

Nadie dijo nada. Cada uno recibió la devolución de su dinero y esperamos a que pasara la siguiente combi. El vehículo regresó de donde había salido y todos nos preguntamos si era muy temprano para salir a la playa a esas horas.  

 

Cuando al fin llegamos a Pimentel se respiraba el olor característico de las olas, la brisa y la arena del mar. No había casi nada de gente. Era un desierto Pimentel. Me dirigí al muelle y pagué mis dos soles de entrada para ingresar. Eran las 8:05 am de la mañana. Caminaba muy tranquilo. El mar no estaba muy embravecido. Me asomé al pasamanos y divisé el horizonte por algunos minutos. Luego saqué mi carrete y ensarté la carnada al anzuelo; lancé el cordel y aguardé. Había traído caballa salada y conchita como carnada. Las personas iban ingresando al muelle con el transcurrir de las horas. Había unas señoras muy guapas y elegantes. Las veía a todas en general y no me perdía de ver a ninguna. Buscaba entre ellas a las más jóvenes y bonitas. Si se acercaban al pasamanos era para tomarse unas fotos frente al mar y después se marchaban para seguir su camino. Iban y venían. Parecía invisible para todas ellas. No las conocía, ni ellas a mí, claro. Así me la pasé hasta la tarde, con el sol que me quemaba la cabeza, la cara y los labios. Cuando dieron las 18:00 pm de la tarde agarré mis cosas y me marché rápido sin mirar atrás.   

 

Al siguiente domingo aparecí otra vez por el muelle. Repetí el mismo procedimiento; saqué el carrete y lancé el cordel. Ensarté esta vez en el anzuelo un buen pedazo de carne de caballa salada. Estaba seguro que esta vez atraparía algo serio. Amarré el cordel al pasamanos y esperé. Transcurrieron las horas y las personas iban ingresando al muelle. Me atreví a enviar un saludo moviendo un poco la mano derecha a cada chica que me gustaba. Pero todas ellas me ignoraban y se hacían como si no hubieran visto nada. La verdad es que no soy tan feo ni tan viejo. Con cuarenta años debería atraerlas a todas. Lo que pasaba seguramente es que no era el momento ni el sitio ideal para andar con cursilerías de conquistador frustrado. Ninguna mujer joven y bonita se fijaría en un pescador mal vestido, y peor aún si estaba su canasta vacía.  

 

A eso de las 11:05 apareció una señora con un bebé en brazos. Era muy joven, de piel blanca y de rostro bello. Tenía los labios muy rosados y el busto abultado. Me vio preparar la carnada con un cuchillo pequeño.  


   - ¿De verdad va a pescar, señor? - me preguntó.  

   - Si. – le respondí.  

Caminó unos pasos como intentando acercarse y luego retrocedió. Empezó a dar vueltas en su mismo sitio cargando al niño entre brazos, como jugando con él, y miraba al fondo del muelle de vez en cuando como esperando a que apareciera alguien. Después de algunos minutos se detuvo y bajó al niño. Se fue caminando junto a él y ya no la volví a ver.  

 

A eso de las 15:08 de la tarde capturé un pejerrey. Estaba contento. Jamás pensé en atrapar un pez porque era muy torpe para ello. Y ahora que por fin lo tenía, quería celebrarlo con alguien, deseaba mostrar mi captura y gritar al mundo que al fin todo el esfuerzo y los intentos realizados había dado sus frutos. No quería guardarlo todavía. Quería tenerlo en mis manos. El pez hacía muchos esfuerzos para intentar soltarse y regresar al mar. Una señora que pasaba de regresar del fondo del muelle se sorprendió de mi captura y me lo pidió prestado para tomarse una foto. La acompañaba una señorita muy hermosa. La quedé mirando todo el rato que estuvo tomando las fotos. Al instante, ya estaba perdidamente enamorado de ella. Se acomodó el cabello que le cubrió el rostro producto del viento. La señora no dejaba de tomarse fotos muy sonriente. Yo tenía sujeto el cordel del otro extremo y el pez no dejaba de moverse en las manos de la señora. Pensé por un instante que se escaparía. Una vez que terminaron me lo devolvió y lo volví a sujetar cuidadosamente. No quería que se fueran. Quería decirle a la señorita que atraparía uno más grande para ella, pero se marcharon. Algo me impedía hablarles de frente. Era tímido y todo, pero no estaba seguro si era soltera. No quería meterme en problemas así que regresé a mis asuntos. Me quedé ahí solo con el pejerrey. No tenía ganas de guardarlo en la bolsa porque dudé en si debía soltarlo al agua o llevarlo a casa. Era un pez muy pequeño para ser comido. Pero también quería que en casa vieran que al menos había hecho algo en todo el día.  

 

Regresé a casa y puse al pejerrey en salmuera para utilizarlo como carnada en mi próxima salida. Pasaron dos semanas y no había programado una fecha para regresar al muelle. A la tercera semana me animé a volver otra vez. Estaba un poco perdido y desorientado cuando llegué. Mi padre una vez me dijo que algunas veces cometemos cualquier babosada o estupidez sin darnos cuenta cuando no salimos mucho a la calle y tenemos contacto con personas. Y eso fue lo que me ocurrió. Cuando lancé el cordel no tuve la paciencia y la precaución debida para revisarlo si estaba en buenas condiciones para usarlo y este no salió completamente del carrete mas que algunos cuantos metros y el nylon quedó atrapado en los fierros oxidados que estaban debajo de los tablones. Intenté jalarlo para recuperarlo, pero no pude. Salí por afuera del pasamanos de madera para bajar unos metros, pero noté que con el anzuelo incrustado en aquellos fierros sería imposible desenredarlo. Regresé a mi sitio y no me quedó de otra que cortar el cordel.  Saqué el de repuesto y volví a la pesca. Esperaba que con la carne salada de pejerrey tendría otros resultados. A las 12:00 pm del mediodía me tomé toda el agua que quedaba en la botella. Quería regresar a casa porque ya no tenía nada que hacer en ese lugar. La pesca no se me daba. Pasaron las horas hasta que dieron las 17:30 de la tarde y me marché. Por momentos me preguntaba si debí atreverme a bajar unos metros más para recuperar ese cordel. Seguramente me hubiera caído al agua. No lo sabía exactamente, pero era lo más probable.  

 

Pasaron muchos meses después de mi última salida al muelle. No había conocido a nadie durante todo ese tiempo. Salía por ahí a pasear un rato, pero no había llegado a tener ninguna relación formal o amical con nadie. Solamente me quedaba a mirar a las chicas pasar por las principales calles de Chiclayo. A veces hasta volteaba la cabeza cuando quedaba encantado de alguna de ellas por su belleza. Siempre repetía el mismo recorrido de siempre. Creía firmemente en volver a encontrar a la misma chica que había visto unos días antes.  Miraba de un lado a otro para ubicarla, pero no aparecía. Entonces me conformaba mirando a las demás. Daba círculos a todo el centro de Chiclayo hasta completar unas dos horas de recorrido, luego llegaba a casa cansado y sudoroso. Tomaba un baño y luego almorzaba con mi familia. Durante ocho meses me acostumbré a esa vida. Salía un rato a la calle y luego regresaba a casa. Estaba tranquilo conmigo mismo. Había paz y amor en mi hogar. 

 

Un jueves cualquiera del mes de enero salí por la tarde a pasear un rato.  Había cambiado mi horario habitual porque deseaba salir de la rutina. Mientras hacia mi recorrido acostumbrado se hizo de noche. El ruido en la ciudad era más estridente a esas horas. Había más movimiento en las calles. Las tiendas comerciales y los negocios brillaban con sus luces encendidas. Me entró la curiosidad de saber cómo sería el muelle de Pimentel de noche así que al día siguiente a eso de las 18:30 pm partí hacia allá. Tenía iluminado todo el camino con muchos postes de luz. Mucha gente paseaba en familia o con amigos. Otros salían a pasear con sus perros. No me atreví a ingresar al muelle por el terrible frío que había dentro. Me senté en una de sus bancas y empecé a mirar para todos lados. Había unas chicas muy bonitas a las que uno deseaba hablarles y conquistarlas. Me levanté y empecé a caminar de esquina a esquina para intentar siquiera llamar la atención de alguna de ellas. Estuve así por el lapso de dos horas. Al menor contacto visual asentía con la cabeza para saludarla y si había una respuesta igual movía la mano para asegurar un acercamiento y después una conversación. A las 10:30 pm de la noche las personas iban desapareciendo poco a poco. A las 10:54 pm ya no había ninguna. Un señor apareció desde la otra esquina y me levantó la mano para avisarme que la última combi ya salía para Chiclayo.  


-      Ya nos vamos. ¿Te vas? - me preguntó el cobrador.  

-      Si. Espérame, ahorita voy. – le respondí.  


Cuando estuve dentro del vehículo le pregunté: 


-     ¿A qué hora sale la última combi? 

-     A las once. – me respondió.


Había llegado a las justas. Unas chicas desconocidas que estaban en los asientos delanteros y que me pareció haberlas visto pasear por el malecón, empezaron a reírse. El cobrador las acompañó con la risa. Luego el chofer también empezó a carcajearse. Me avergoncé porque me pareció que se reían de mí. A los pocos minutos empecé otra vez a marearme por culpa de los gases tóxicos y el movimiento del vehículo. Saqué la cabeza por la ventana para tomar un poco de aire y sentir las ráfagas de viento que te golpean como una cachetada cuando el vehículo transita a toda velocidad. Cuando noté que iba acercándome al paradero le ordené al cobrador que se detuviera en la esquina. Al intentar bajar de la combi me tropecé con algo y caí al suelo. Las chicas, el cobrador y el chofer empezaron a carcajearse al mismo tiempo con todas sus fuerzas. Me levanté de un salto como si no hubiera pasado nada. Me sacudí las ropas, tosí a causa de una carraspera y marché a casa.  




 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

viernes, 19 de julio de 2024

Un pez de concreto

 


El aire frío de la brisa del mar penetraba por todo mi cuerpo. Caminaba acurrucado. Llevaba los brazos pegados al cuerpo y las manos dentro de los bolsillos de los pantalones. No conocía a nadie en aquel lugar (Amo los lugares vírgenes. Siento que vuelvo a nacer, que estoy en otro mundo. Y me siento feliz así. Creo que me he acostumbrado sin darme cuenta a intentar olvidar el pasado, a dejar todo lo malo atrás, no ocultarlo porque siempre está ahí, y tratar siempre de reconstruirme. Volvería a nacer millones de veces para conocer nuevas personas porque me aburre la cotidianidad de siempre e intentar ser feliz con las mismas personas). 

Caminaba con cuidado cuando fui por primera vez al muelle (eso fue hace muchos años), por miedo de meter los pies dentro de aquellas tablas divididas por aberturas que daban al mar. Pero ahora era diferente. Caminaba con más soltura, sin temores, ni preocupaciones ni nada.

Estaba solo. Vestía una casaca color azul oscuro y un pantalón azul vaquero. Siempre llevaba la gorra del mismo color que el resto de mi ropa (la gente conocida siempre me decía que vestía como viejo). Era temprano por la mañana y había pocas personas en aquel lugar. Se sentía mucha tranquilidad en el ambiente. Solo se escuchaba el sonido de las olas del mar y la presencia de la brisa fresca que helaba todo.

Caminé hasta el final del muelle y luego regresé hasta casi la mitad del mismo. Un pescador asomó por ahí y empezó a tantear su trampa para cangrejos. Había puesto muchas de ellas a lo largo de todo el tramo. No se interesó en mi presencia (no intercambiamos ni una palabra). Lentamente en el transcurso de la mañana, fueron apareciendo más visitantes al balneario; Uno que otro cada quince minutos, pero no tantos. No me atrevía aun a hacer a lo que vine. A pesar de la poca presencia de personas, dos o tres por ahí, presentía miradas acosadoras que aguardaban para observar a cualquier cosa que hiciera. Me esperé un rato. Seguí caminando por el muelle. Lo olisqueaba como un perro. Buscaba el mejor lugar para posicionarme. Bajaba y subía hasta que encontré un sitio cómodo para pescar. 

En casa había preparado dos cordeles con sus respectivos anzuelos. Los había armado yo mismo sin la ayuda de nadie. Y ahora estaba aquí en el muelle para ponerlos a prueba. Pensaba en llevar a casa un pescado grande. En realidad, estaba esperando pescar por lo menos tres de esos peces grandes. Entre ellos estaba la “chula”, la “chita” y el “tramboyo”. Lancé el primer cordel a corta distancia y amarré el otro extremo al madero del pasamanos. Repetí el mismo procedimiento con el segundo cordel. A los diez minutos (lo controlé con mi reloj) jalé el primer cordel y no encontré ninguna carnada. Al comienzo creí que el pez se lo había llevado, pero luego me di cuenta que el culpable había sido un cangrejo “carretero”. Debía de haber muchos de ellos en esta playa. En realidad, creo que abundaban. Mientras tanto, el otro cordel estaba entero. Ninguna presa había caído.

Aparecieron dos pescadores de la zona con su canasta y sus respectivos cordeles. Eran una pareja de amigos. Parecían tener experiencia en la pesca. Al lanzar su cordel, uno de ellos, no pasaron muchos minutos para que apareciera un pez colgado del anzuelo. A pesar de haber sido un pez pequeño, yo los miraba con envidia. No podía ser posible que ellos pescaran y yo no. No era suerte. Debía ser la carnada perfecta y la manera de lanzar el cordel. Me preguntaba también si su cordel estaba muy bien armado con el número de nylon correcto. 

Intenté pescar hasta la tarde. Al mediodía aquellos dos hombres se marcharon. Los vi retirarse porque a la misma hora, yo regresaba de echarle algo de comida al estómago. Llevaban seguramente su canasta llena de pescado. Era lo más probable. No lo sabía exactamente, pero de lo que si estaba seguro es que llevaban peces pequeños. En Pimentel solo había peces chicos. Los grandes estaban más lejos, a cuatro o cinco kilómetros de distancia. Y allá solo se podía pescar con barco o con caballito de totora. 

Cuando dieran las cinco y media de la tarde decidí que iba a retirarme a casa. Probé otra lanzada más con el cordel, pero regresaba vacía, sin carnada. Estos “carreteros” con sus patitas como pinzas, eran especialistas en separar la carne de pescado del anzuelo sin entramparse. Desde que había llegado al muelle, calculé que tenía dieciocho lanzadas con el carrete.  

De vez en cuando miraba a las personas que pasaban y se adentraban al muelle. Entre ellas había mujeres bonitas y muy jóvenes. Eran de piel muy blanca y vestían muy bien. Había muchas de ellas para elegir e invitarla a salir y pasarla muy bien. 

El frío empezaba otra vez a ahuyentarme. Cada paso que daba lo hacía temblando. Como decidí en que me marcharía hasta las cinco y media, seguí esperando y aguantaba el frío como tonto o como un macho. El sol empezaba a ocultarse en el oeste. Me senté en una de aquellas bancas y esperé. Ahí sentado me acurruqué y abracé mi cuerpo para darme calor. Seguía mirando a la gente que entraba y salía del muelle. No notaba que sintieran frío tal como yo lo tenía, debían de tener otros ánimos. Seguramente estaban emocionados por recorrer todo el puerto, conocerlo, atravesarlo y llegar lo más lejos posible, que se habían olvidado del clima frio en aquel lugar. Cuando dieron las horas en que prometí marcharme, me levanté apresurado con unas ganas enormes y fui por mis dos cordeles que estaban amarrados al madero del pasamanos. Cuando empecé a jalar el primero, este se entrampó en el fondo del mar. Pareciera que desde allí una especie de monstruo marino lo estuviera jalando con sus poderosas fauces. No podía envolver mi carrete. Lo intenté de nuevo con todas mis fuerzas y llegué a pensar que ya no podría recuperarlo, así que tendría que cortarlo con mi cuchillo para así al menos no perder todo el cordel. Probé otra manera: Jalaba y soltaba. Lo hacía muy suave, con unas manos de maestro. No podía perderlo. De a pocos iba cediendo. Cada vez iba recuperando centímetros de cordel. Si pensaba positivamente diría que se trataba de un “bonito” o un pez espada. Me estaba emocionando. Llegué a un punto en que lo tenía a cincuenta centímetros de la superficie del agua y ahí me detuve para descansar y tomar un poco de aire. Las personas que estaban muy cerca iban formándose en parejas para ir a observar el espectáculo. Estaba a punto de descubrir lo que iba a subir con mi cordel. Miraba caras de entusiasmo, de duda, y una que otra cara de asombro. Mientras tanto, seguía sujetando con fuerza el cordel y al mismo tiempo iba relajándome un poco para recuperar energía. Me había esforzado en retenerlo por lo menos unos siete minutos sin detenerme. El misterio se hacía cada vez más oscuro. ¿Que era aquello?, ¿De qué animal se trataba? Cuando había recuperado todas mis fuerzas empecé de nuevo a jalar y entonces asomó desde debajo del agua una parte blanca. Seguí jalando hasta que apareció un bloque de concreto. Lo jalé hasta tenerlo a seis metros de distancia y lo retuve por un momento. Pero no pude sostenerlo más. Era muy pesado. Aquel bloque debía de tener unos cincuenta kilos de peso. No me quedó de otra que cortar el cordel con mi cuchillo y el bloque regresó al mar. Todos los ahí presentes regresaron a sus sitios decepcionados. Mientras tanto, el otro cordel estaba ahí, amarrado al pasamanos, aunque sin ninguna captura, pero al menos lo saqué intacto. 

Metí todos los artículos de pesca en la bolsa y luego lo acomodé en la mochila. Ahora llevaba menos peso que antes. Caminaba más ligero. Se habían hecho las seis de la tarde sin darme cuenta y salí del muelle. El frío se iba sintiendo menos a medida que me alejaba. Quería comer algo, pero no pude. No tenía el dinero suficiente como para comprar un bizcocho o al menos un pan. Pero eso a mí no me importaba. Solo tenía en mente que llegando a casa comería lo que quisiera de la olla. Caminé tres cuadras hasta llegar al paradero de las combis. Me subí al vehículo y esperé sentado unos siete u ocho minutos hasta que por fin la movilidad arrancó. 

En casa comí de todo. Habían preparado pollo criollo con arroz y ensalada. Uhmmmm… Me sirvieron un plato grande y me lo vacié todo. Luego empecé a contarle a todos en casa acerca de mi experiencia en el muelle. 

-Al menos te divertiste – dijo mi padre. 

-Bueno, sí. Pero ya no pienso regresar. Hace mucho frío y aparte no sé pescar. 

-Lo que pasa es que no hay pescado en Pimentel. Los que pescan con barcos lo han depredado todo. 

-Si, eso también es cierto.          

No regresé al muelle en siete meses. Me quedé en casa. Olvidé todo por un tiempo. Aparte no tenía dinero para regresar. Me buscaría un trabajo decente, reuniría un dinero y después regresaría a la pesca. Por ahora volver era imposible. Había perdido las ganas. No quería saber nada de pesca por ahora. Si tan solo hubiera atrapado un pececillo o algo, hubiera tenido una esperanza de que al volver al día siguiente atraparía algo de más importancia. Pero ya lo había decidido, no regresaría en el corto plazo. 

A la semana siguiente decidí salir a caminar un rato a la calle. El primer día caminé de golpe diez kilómetros y cuando regresé a casa estaba muy agotado. Me quemaba la cabeza por el sol, terminé escaldado y me dolían las rodillas. Descansé una semana y luego otra vez empecé a caminar. Siempre la misma ruta. Tres días después ya estaba otra vez en la calle, hasta que me acostumbré a caminar con ese intervalo de tiempo para descansar. 

Entre caminata y caminata que hacía por la calle en que deambulaba como un loco, habían pasado siete meses. Siete meses en los que no había podido conseguir un trabajo digno. Había bajado unos diez kilos y las ropas me colgaban de lo enjuto que estaba. Pensé por un momento: ‘¿Por qué no voy a pescar a Pimentel yendo a pie ida y vuelta?’. La idea no era mala. Primero porque me ahorraba los pasajes y segundo porque hacía ejercicio que era beneficioso para la salud. Ahora que ya sabía caminar tramos largos perfectamente sin maltratarme, podía ir a cualquier lugar que yo quisiese y era muy divertido para mí. 

Un día lunes temprano por la mañana preparé mis artículos de pesca y salí al muelle. Le dije a mi madre: ‘no prepares pollo, hoy comeremos pescado frito, sudado o cebiche’. Había salido un sol muy radiante y eso era perfecto para mí. Caminé sin descanso durante dos horas y media. Cuando al fin llegué al puerto de Pimentel eran las 11:30 horas de la mañana. Había muchas personas paseando por el balneario. Lo primero que hice fue tomar un poco de agua de mi botella. Después comí dos panes. La caminata me había dado mucha sed y abierto el apetito. Caminaba muy seguro y relajado. Respiraba el aire limpio y puro del mar y disfrutaba de la tranquilidad del ambiente. Saqué mis artículos de pesca y preparé la carnada. Lancé el cordel como siempre lo hacía (muy a mi estilo), a poca distancia, a unos tres o cuatro metros más o menos. Esperé unos cinco minutos. Ahora ya no controlaba el tiempo con el reloj, solo esperaba un lapso prudente. De pronto sentí un pequeño jalón en mis manos. Empecé a jalar el carrete hasta que a apareció enganchado un cangrejo “carretero”. Pero a siete metros de distancia hasta mis pies, se desenganchó solo y cayó al mar. El resto del día me lo pasé atrapando de manera repetitiva el mismo animal. 

Cuando regresé a casa eran las seis de la tarde. Estaba callado y no mencioné ninguna palabra. Nadie preguntó si había pescado algo. Si en algún momento alguien de mi familia se emocionó con comer pescado fresco, en aquellos días en que salía a pescar continuamente, hoy se difuminó ese sentimiento.

Comí y me fui a dormir. Estaba decepcionado conmigo mismo. Ya no iría más al muelle de Pimentel. Se lo hice saber a mi madre y el asunto quedó ahí. Dónde estaría el secreto del buen pescador, me preguntaba. Yo quería quedar bien con mi familia. Después de un tiempo tal vez lo volvería a intentar, no lo sabía. Seguramente en mucho tiempo. Por el momento solo me dedicaría a caminar y así hasta conseguir un empleo. Lo que si me había decidido es que los domingos haría caminatas de ida y vuelta hasta Pimentel, pero sin intentar pescar nada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SODEDAT ROCLE

Lo conocí un domingo. Aquel día se realizaba un torneo de pesca en el muelle de Pimentel en el departamento de Lambayeque, y el premio era...