- ¿hasta dónde debe llegar la plomada? – le pregunté.
- hasta el fondo - me
respondió.
Era otro aficionado a la pesca como yo. Mientras tanto, yo seguía
pescando con mi cordel. Estaba quieto y parado en el muelle frente al mar de
Pimentel.
El sol quemaba mis brazos, la cara y los labios. El frío estaba
empezando a presentarse con golpes de un aire helado de vez en cuando. Yo
seguía esperando a que cayera algo en el anzuelo. El tiempo transcurría y no
lograba pescar nada. El tipo de al lado había venido a pescar con su familia.
Todos tenían su carrete de pesca. Me llamó mucho la atención su hija. Era muy
hermosa. Yo la miraba de reojo y ella también se quedaba mirándome. No
intercambiamos palabra alguna. Era muy precavido para esas cosas. Era consciente
del amor a primera vista, pero pocas veces me sucedían estas cosas. En realidad,
vivía enamorado eternamente. Nunca formalizaba una relación y así me la pasaba
por varios años, solo y enamorado de cualquier mujer joven y bonita que se me
presentase en el camino.
Mientras tanto, en mi reloj eran las 12:10 del mediodía. La familia se
marchó y yo me quedé ahí solo. Me desanimé de la pesca por un momento ante la
ausencia de la hija. Solté el cordel por un momento y miré para otro lado.
Sentí que había perdido mi oportunidad. Estaba completamente seguro de que
nunca más la volvería a ver.
El frío me estaba haciendo añicos. No lo soportaba. Mi cuerpo temblaba a
cada paso que daba. tiritaba como un perro flaco. Se habían hecho las 17:30 pm
de la tarde. Caminé unos cuantos pasos hacia el carrete que estaba atado al
pasamanos del muelle para tomarlo y marcharme. Sabía de antemano que con esa
carnada no capturaría nada. No era necesario probar la tensión del cordel. Lo
jalé con seguridad y lo envolví en el carrete. Metí todo a la mochila y me
marché. Mientras salía me percaté que había muchos aficionados con su caña de
pescar. Observé que en sus canastas tenían algunos peces pequeños. Entre
aquellos había un anciano que estaba pescando con su cordel de mano. Tenía su
canasta con unas cuantas “tapaderas”. Eran pequeñas, pero valían la pena ‘para comerlas
bien encebolladas’, como me dijo el viejo.
- ¿Qué carnada usa? - le
pregunté al abuelo.
- Marucha - me
respondió.
Si embargo, cuando logró sacar del agua su última “tapadera”, me di
cuenta perfectamente que usaba carne de pejerrey. Lo quedé mirando sin decirle
nada y conté que ya llevaba capturadas unas cinco.
Seguí mi camino con naturalidad hasta llegar a la salida. La gente seguía ingresando a visitar el muelle a pesar de la hora y el terrible frío. Me lavé las manos y me las sacudí en el aire para que se secaran. Afuera las vendedoras vendían bizcochos y todo tipo de dulces y panes. Solo llevaba para el pasaje de vuelta así que no me atreví a comprar ninguno. Me dirigí hacia la esquina desde donde se avista el paradero de las combis. Noté que el sol desaparecía en el horizonte y me fijé en el reloj para asegurarme de que hora eran.
- Las 18:05 de la tarde. A mi casa debo de estar llegando por lo menos a las 19:00 de la noche. Debo apresurarme.
Me subí a una de las combis que estaba a punto de salir y el vehículo
arrancó con dirección a Chiclayo. Mientras iba sentado en la parte de atrás
noté que también ocupaba uno de los asientos delanteros el tipo que estaba
pescando con su familia en el muelle. No nos saludamos ni le dirigí ninguna
palabra. Me preguntaba dónde estaría su familia y porqué viajaba solo. Iba
conversando por teléfono con otra persona acerca de la pesca que había hecho.
Se le notaba satisfecho con lo logrado. A los diez minutos de viaje se bajó de
la combi para dirigirse a su casa o algún lugar. El vehículo arrancó y el tipo
fue desapareciendo a la distancia. Se quedó grabado en mi mente la imagen de la
hija de aquel tipo. Era muy bella, muy dulce e inocente.
En la combi empecé a sufrir mareos y nauseas producto del movimiento y
los gases tóxicos del vehículo. Me quería bajar inmediatamente, pero sabía que
era algo pasajero y me esperé hasta llegar a mi paradero. Le pagué sus tres
soles al cobrador y bajé de un salto del vehículo. Caminaba mareado y con ganas
de vomitar. Tomé un poco de aire y retomé el camino. Cuando llegué a casa cené
y me eché a dormir hasta el otro día.
Al día siguiente salió el sol muy temprano por la mañana. Me lavé la
cara y los dientes y me alisté para caminar un rato. Me fui al mercado de la
ciudad a dar una vuelta. Se me ocurrió en el camino que debía regresar al
muelle. Tenía el presentimiento de que encontraría a alguna otra chica que me
gustara. Caminé por un tiempo de dos horas y media, y no desaproveche la
oportunidad para mirar a alguna que otra chica que atrajera mi atención y luego
regresé a casa. Estaba ansioso por que sea otra vez domingo.
Cuando llegó el día, alisté mis implementos de pesca y salí rumbo al
muelle. Había un sol radiante. En invierno el sol es lo mejor que hay porque te
va calentando mientras está haciendo frío. Estaba contento por llegar, pero el
recorrido se hacía lento. No lo entendía. Algo pasaba con el chofer de la
combi. El cobrador tampoco se animaba a llamar gente. Éramos tres los pasajeros
que íbamos a bordo. A diez cuadras más allá nos ordenaron bajar.
- Devuélvele sus pasajes
– ordenó el chofer al cobrador.
Nadie dijo nada. Cada uno recibió la devolución de su dinero y esperamos
a que pasara la siguiente combi. El vehículo regresó de donde había salido y
todos nos preguntamos si era muy temprano para salir a la playa a esas
horas.
Cuando al fin llegamos a Pimentel se respiraba el olor característico de
las olas, la brisa y la arena del mar. No había casi nada de gente. Era un
desierto Pimentel. Me dirigí al muelle y pagué mis dos soles de entrada para
ingresar. Eran las 8:05 am de la mañana. Caminaba muy tranquilo. El mar no
estaba muy embravecido. Me asomé al pasamanos y divisé el horizonte por algunos
minutos. Luego saqué mi carrete y ensarté la carnada al anzuelo; lancé el
cordel y aguardé. Había traído caballa salada y conchita como carnada. Las
personas iban ingresando al muelle con el transcurrir de las horas. Había unas
señoras muy guapas y elegantes. Las veía a todas en general y no me perdía de
ver a ninguna. Buscaba entre ellas a las más jóvenes y bonitas. Si se acercaban
al pasamanos era para tomarse unas fotos frente al mar y después se marchaban
para seguir su camino. Iban y venían. Parecía invisible para todas ellas. No
las conocía, ni ellas a mí, claro. Así me la pasé hasta la tarde, con el sol
que me quemaba la cabeza, la cara y los labios. Cuando dieron las 18:00 pm de
la tarde agarré mis cosas y me marché rápido sin mirar atrás.
Al siguiente domingo aparecí otra vez por el muelle. Repetí el mismo
procedimiento; saqué el carrete y lancé el cordel. Ensarté esta vez en el
anzuelo un buen pedazo de carne de caballa salada. Estaba seguro que esta vez
atraparía algo serio. Amarré el cordel al pasamanos y esperé. Transcurrieron
las horas y las personas iban ingresando al muelle. Me atreví a enviar un
saludo moviendo un poco la mano derecha a cada chica que me gustaba. Pero todas
ellas me ignoraban y se hacían como si no hubieran visto nada. La verdad es que
no soy tan feo ni tan viejo. Con cuarenta años debería atraerlas a todas. Lo
que pasaba seguramente es que no era el momento ni el sitio ideal para andar
con cursilerías de conquistador frustrado. Ninguna mujer joven y bonita se
fijaría en un pescador mal vestido, y peor aún si estaba su canasta
vacía.
A eso de las 11:05 apareció una señora con un bebé en brazos. Era muy
joven, de piel blanca y de rostro bello. Tenía los labios muy rosados y el
busto abultado. Me vio preparar la carnada con un cuchillo pequeño.
- ¿De verdad va a
pescar, señor? - me preguntó.
- Si. – le respondí.
Caminó unos pasos como intentando acercarse y luego retrocedió. Empezó a
dar vueltas en su mismo sitio cargando al niño entre brazos, como jugando con él,
y miraba al fondo del muelle de vez en cuando como esperando a que apareciera
alguien. Después de algunos minutos se detuvo y bajó al niño. Se fue caminando
junto a él y ya no la volví a ver.
A eso de las 15:08 de la tarde capturé un pejerrey. Estaba contento.
Jamás pensé en atrapar un pez porque era muy torpe para ello. Y ahora que por
fin lo tenía, quería celebrarlo con alguien, deseaba mostrar mi captura y
gritar al mundo que al fin todo el esfuerzo y los intentos realizados había
dado sus frutos. No quería guardarlo todavía. Quería tenerlo en mis manos. El
pez hacía muchos esfuerzos para intentar soltarse y regresar al mar. Una señora
que pasaba de regresar del fondo del muelle se sorprendió de mi captura y me lo
pidió prestado para tomarse una foto. La acompañaba una señorita muy hermosa.
La quedé mirando todo el rato que estuvo tomando las fotos. Al instante, ya
estaba perdidamente enamorado de ella. Se acomodó el cabello que le cubrió el
rostro producto del viento. La señora no dejaba de tomarse fotos muy sonriente.
Yo tenía sujeto el cordel del otro extremo y el pez no dejaba de moverse en las
manos de la señora. Pensé por un instante que se escaparía. Una vez que
terminaron me lo devolvió y lo volví a sujetar cuidadosamente. No quería que se
fueran. Quería decirle a la señorita que atraparía uno más grande para ella,
pero se marcharon. Algo me impedía hablarles de frente. Era tímido y todo, pero
no estaba seguro si era soltera. No quería meterme en problemas así que regresé
a mis asuntos. Me quedé ahí solo con el pejerrey. No tenía ganas de guardarlo
en la bolsa porque dudé en si debía soltarlo al agua o llevarlo a casa. Era un
pez muy pequeño para ser comido. Pero también quería que en casa vieran que al
menos había hecho algo en todo el día.
Regresé a casa y puse al pejerrey en salmuera para utilizarlo como
carnada en mi próxima salida. Pasaron dos semanas y no había programado una
fecha para regresar al muelle. A la tercera semana me animé a volver otra vez.
Estaba un poco perdido y desorientado cuando llegué. Mi padre una vez me dijo
que algunas veces cometemos cualquier babosada o estupidez sin darnos cuenta
cuando no salimos mucho a la calle y tenemos contacto con personas. Y eso fue
lo que me ocurrió. Cuando lancé el cordel no tuve la paciencia y la precaución
debida para revisarlo si estaba en buenas condiciones para usarlo y este no
salió completamente del carrete mas que algunos cuantos metros y el nylon quedó
atrapado en los fierros oxidados que estaban debajo de los tablones. Intenté
jalarlo para recuperarlo, pero no pude. Salí por afuera del pasamanos de madera
para bajar unos metros, pero noté que con el anzuelo incrustado en aquellos
fierros sería imposible desenredarlo. Regresé a mi sitio y no me quedó de otra
que cortar el cordel. Saqué el de repuesto y volví a la pesca. Esperaba
que con la carne salada de pejerrey tendría otros resultados. A las 12:00 pm del
mediodía me tomé toda el agua que quedaba en la botella. Quería regresar a casa
porque ya no tenía nada que hacer en ese lugar. La pesca no se me daba. Pasaron
las horas hasta que dieron las 17:30 de la tarde y me marché. Por momentos me
preguntaba si debí atreverme a bajar unos metros más para recuperar ese cordel.
Seguramente me hubiera caído al agua. No lo sabía exactamente, pero era lo más
probable.
Pasaron muchos meses después de mi última salida al muelle. No había
conocido a nadie durante todo ese tiempo. Salía por ahí a pasear un rato, pero
no había llegado a tener ninguna relación formal o amical con nadie. Solamente
me quedaba a mirar a las chicas pasar por las principales calles de Chiclayo. A
veces hasta volteaba la cabeza cuando quedaba encantado de alguna de ellas por su
belleza. Siempre repetía el mismo recorrido de siempre. Creía firmemente en
volver a encontrar a la misma chica que había visto unos días antes.
Miraba de un lado a otro para ubicarla, pero no aparecía. Entonces me
conformaba mirando a las demás. Daba círculos a todo el centro de Chiclayo
hasta completar unas dos horas de recorrido, luego llegaba a casa cansado y
sudoroso. Tomaba un baño y luego almorzaba con mi familia. Durante ocho meses
me acostumbré a esa vida. Salía un rato a la calle y luego regresaba a casa.
Estaba tranquilo conmigo mismo. Había paz y amor en mi hogar.
Un jueves cualquiera del mes de enero salí por la tarde a pasear un
rato. Había cambiado mi horario habitual porque deseaba salir de la
rutina. Mientras hacia mi recorrido acostumbrado se hizo de noche. El ruido en
la ciudad era más estridente a esas horas. Había más movimiento en las calles.
Las tiendas comerciales y los negocios brillaban con sus luces encendidas. Me
entró la curiosidad de saber cómo sería el muelle de Pimentel de noche así que
al día siguiente a eso de las 18:30 pm partí hacia allá. Tenía iluminado todo
el camino con muchos postes de luz. Mucha gente paseaba en familia o con
amigos. Otros salían a pasear con sus perros. No me atreví a ingresar al muelle
por el terrible frío que había dentro. Me senté en una de sus bancas y empecé a
mirar para todos lados. Había unas chicas muy bonitas a las que uno deseaba
hablarles y conquistarlas. Me levanté y empecé a caminar de esquina a esquina
para intentar siquiera llamar la atención de alguna de ellas. Estuve así por el
lapso de dos horas. Al menor contacto visual asentía con la cabeza para
saludarla y si había una respuesta igual movía la mano para asegurar un
acercamiento y después una conversación. A las 10:30 pm de la noche las
personas iban desapareciendo poco a poco. A las 10:54 pm ya no había ninguna.
Un señor apareció desde la otra esquina y me levantó la mano para avisarme que
la última combi ya salía para Chiclayo.
- Ya nos vamos. ¿Te vas?
- me preguntó el cobrador.
- Si. Espérame, ahorita
voy. – le respondí.
Cuando estuve dentro
del vehículo le pregunté:
- ¿A qué hora sale la
última combi?
- A las once. – me respondió.
Había llegado a las justas. Unas chicas desconocidas que estaban en los asientos delanteros y que me pareció haberlas visto pasear por el malecón, empezaron a reírse. El cobrador las acompañó con la risa. Luego el chofer también empezó a carcajearse. Me avergoncé porque me pareció que se reían de mí. A los pocos minutos empecé otra vez a marearme por culpa de los gases tóxicos y el movimiento del vehículo. Saqué la cabeza por la ventana para tomar un poco de aire y sentir las ráfagas de viento que te golpean como una cachetada cuando el vehículo transita a toda velocidad. Cuando noté que iba acercándome al paradero le ordené al cobrador que se detuviera en la esquina. Al intentar bajar de la combi me tropecé con algo y caí al suelo. Las chicas, el cobrador y el chofer empezaron a carcajearse al mismo tiempo con todas sus fuerzas. Me levanté de un salto como si no hubiera pasado nada. Me sacudí las ropas, tosí a causa de una carraspera y marché a casa.